Y me dije a mí misma con un poco de rabia y la voz entrecortada, mientras trataba de no desplomarme: no te olvides de ti.
No es egoísta
escuchar con amor el dialogo de mis emociones, validar mis sentimientos y
expresar con claridad cómo me siento. No para demandar empatía en otros, sino
para encontrar lucidez en mi jardín interior. Me hace bien.
Tengo permiso de
cambiar de opinión, de cuestionar patrones de creencias que me han acompañado
desde pequeña y que ya no encajan conmigo. Puedo construir mi vida desde el
amor y la abundancia en Dios, no desde el miedo y la escasez. Sí, puedo comprarme esa cartera, ese par de zapatos que tanto me gustan, sin sentirte
culpable por ello. Consentirme no es pecado, es amor propio, necesario para una
autoestima sana.
Tengo libertad de decir “no”
sin dar tantas explicaciones. No es tarea fácil, porque a veces pienso más en el
rechazo que en mi propio bienestar, sin embargo, ese paso de valentía me ahorrará muchos dolores de cabeza. Cuando digo “no” a algo que no añade valor
a mi vida, le digo “si” a todo lo demás que hace sonreír mi alma.
Rompo el molde de las
imposiciones sociales, familiares y personales que por tanto tiempo me han
inmovilizado. Le saco la lengua a las expectativas que han puesto sobre mis hombros
y converso con mi ser auténtico, ese que encuentra felicidad en lo simple y
cotidiano, que no pierde la esperanza de ver la realización de sus sueños y lucha por lograrlos.
Vivo desde la
honestidad, lejos de pretensiones y comparaciones absurdas, consciente de mis debilidades, consciente de mis fortalezas y consciente de que la vida es un
constante aprendizaje, donde el camino es más relevante que el puerto de
llegada.
Me amo, me hablo con
cariño y respeto, pienso cosas lindas de mi.
La rabia se disipó,
respiré profundó, me soné la nariz y limpié las lágrimas de libertad que
adornaban mis mejillas. Me sentí mucho mejor y prometí jamás olvidarme de mí.