La mejor conversación que podemos tener con Dios cuando el alma duele, es abrazar el silencio y dejar que su susurro sane nuestras heridas
Nada como una
buena llorada en los brazos de Jesús…
Gracias por entender la elocuencia de mi silencio y el
embrollo que cargo en mi corazón. Por salir a mi encuentro en mi momento más
bajo, secar mis lágrimas y apretarme a tu pecho.
Las palabras salen sobrando. Gracias por no exigirme
más de lo que puedo darte, por lo paciente que has sido conmigo. Por permitirme
ser honesta y escucharme con respeto, sin sonrojarte. ¡Qué alivio poder ser yo
misma en tu compañía!
Jesús, estoy cansada. Cansada del bullicio de mis
pensamientos, de la fragilidad de mis emociones, de la imperfección de mis
circunstancias. Francamente, no me gusta este libreto, pero aquí, el que manda
eres tú, y nunca me has fallado.
Estoy cansada de
los consejos insípidos, de las opiniones irrelevantes, de las expectativas que
los demás imponen sobre mis hombros sin tomar en consideración mi desgaste
emocional. Enséñame a cultivar el amor propio, a tratarme como a mi mejor
amiga, a saber dónde invertir mi energía.
Si, me siento ¡blah! Gracias por entenderme y no juzgarme, por refrescar mi desierto y darme cariñito. Lo necesito. Te ofrendo mi vulnerabilidad, los rinconcitos dolorosos de mi corazón, mis miedos, mis preocupaciones y todo lo que mis lágrimas articulan mejor que mis palabras.
Se pasa rico en tu compañía. Nada puede compararse a este sagrado momento donde desvisto mis heridas sin temor al rechazo. Hablar contigo pone todo lo demás en la perspectiva correcta. Gracias Jesús. !Amén!
“Oré al Señor, y él me respondió; me libró de todos mis temores. Los que buscan su ayuda estarán radiantes de alegría; ninguna sombra de vergüenza les oscurecerá el rostro”. – Salmo 34:4-5 (NTV)
Amor y gracia,
Sandy