Tu gracia espanta mis miedos.
Emmanuel, Dios
conmigo.
Y el
Niño
del pesebre
creció,
caminó mis calles, encontró mi casa, tocó a mi puerta. Lo recibí con mucha alegría y,
por supuesto, lo invité a tomar café. Su sonrisa y su mirada fueron más
elocuentes que muchas palabras.
Hablamos de muchas cosas, bueno, honestamente, hablé
sin parar, él simplemente me escuchó paciente —me hizo sentir amada, segura y
entendida.
Por momentos,
asentía con la cabeza mientras yo trataba de explicarle mi disonancia interna. Siempre
amoroso y atento, nunca me hizo sentir inadecuada o culpable por desahogarme
sin filtros, al contrario, me motivaba a hacerlo. Verás, no sé cómo explicarlo, pero poco a poco esa
ansiedad que me apretaba el pecho fue absorbida por la paz que circula
alrededor de su persona… simplemente sereno y deslumbrante.
Platiqué sobre esos pensamientos que aterrizan en
piloto automático, y despiertan sentimientos y emociones que me drenan; fui muy
específica, los llamé por nombre y apellido —desde que no me siento calificada
para luchar por mis sueños, hasta la mala costumbre de autocriticarme sin
compasión, lo dije todo.
Jesús me regaló
una sonrisa con su mirada. Aprovechó el paréntesis de silenció, alcanzó un
kleenex, me dio un beso en la frente y secó mis lágrimas al compás de estas
tres declaraciones:
Siempre estoy contigo. Nunca estás sola.
Te amo. Siempre tenlo presente.
Mi gracia es suficiente. No lo olvides.
Fue
especial.
“Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, para que entendamos lo que por su gracia él nos ha concedido”
– 1 Corintios 2:12 (NVI)
Amor y Gracia,
Sandy