“A veces la fe
parece una negación de la realidad, pero eso es porque nos aferramos a una realidad
más real que la que podemos percibir con nuestros cinco sentidos”.
– Mark Batterson
Me atreví
a creerle.
No sé cómo
explicarlo, ya que me encontraba al final de un callejón sin salida —al borde
de enganchar la toalla, ahogada en mi miseria, sumergida en mi desesperación.
Por más de una
década llevé la carga de mi vergonzosa enfermedad, gasté todo lo que tenía
tratando de buscar sanidad, pero todo fue inútil. Socialmente, impura;
físicamente, débil, y emocionalmente, aburrida, desgastada y frustrada.
Pero, me atreví
a creerle
Había escuchado
hablar de él, que solo con su presencia, su toque o la autoridad en sus
palabras, libertaba al oprimido, sanaba al enfermo e infundía sentido y
plenitud. Se llama Jesús, el Hijo de Dios.
Mi espíritu
sintió un frescor, un rayito de esperanza que elocuentemente me animaba a nadar
en vía contraria a mis razonamientos y a la estructura social del momento.
Abracé la
posibilidad de un nuevo comienzo libre de dolor, libre de vergüenza y
aislamiento.
Confieso que mis
pasos de fe fueron temblorosos, pero firmes. La fuerza de mi esperanza me
impidió darme por vencida.
Ahora entiendo
que en medio de mi dilema mi sanidad estaba premeditada en su soberanía e
infinito amor.
Así que me
atreví a creerle
Me dije a mi
misma una y otra vez: Si logro siquiera tocar el borde de su manto, quedaré
sana.
Renové mi mente
en la dirección de esta gran verdad. Me negué a ser una espectadora más. Me
propuse creerle a Jesús y ser protagonista de su toque milagroso.
Frágil, un poco
asustada, pero decidida a tomar posesión de aquello que era nublado a mis ojos
naturales, pero visible en mi espíritu.
Me escurrí entre la gran multitud que lo
apretujaba… lo vi de espalda. A medida que trataba de acercarme a él una fuerza
mayor parecía abrirme paso entre la multitud… sí, toqué su ropa ¡al instante
quedé libre de mi aflicción!
¡Valió la pena
creerle a Jesús!
Su tierna mirada
y palabras de aprobación alimentaron mi alma, le dieron sentido a mis pasos y
alegría a mi corazón:
“Hija, tu fe te
ha sanado. Ve en paz. Se acabó tu sufrimiento”.
Amiga, la
historia de esta valiente mujer, mejor conocida en la Biblia como la Mujer del
Flujo de Sangre, es una invitación abierta para que tú y yo seamos
protagonistas de los grandiosos milagros que Dios tiene para nosotras debajo de
su manga soberana.
¡Atrévete a
creerle!
“Clamaron a ti, y los salvaste; confiaron en
ti y nunca fueron avergonzados”.
– Salmo 22:5
(NTV)
Amor y gracia,
Sandy