Existen dos tipos de victoria: la que todos ven y aplauden, y la que se logra privadamente a los pies de Jesús.
Orar es bailar
con la esperanza.
En ocasiones,
acariciar las promesas de Dios con una fe imperfecta —con más peguntas que
respuestas; con más susto que confianza; con menos palabras y más lágrimas.
Sin embargo, Jesús
no juzga mi humanidad ni me haces sentir inadecuada.
Me escucha
pacientemente. Me invita a dejar las pretensiones, a ofrendarle los rinconcitos
más vulnerables de mi corazón —los que nadie comprende, los que de solo
pensarlos se me hace un nudito en la garganta y comienzo a llorar.
Siempre me trata con dignidad y misericordia.
No necesito un
repertorio de palabras espirituales para ganarme su atención. Puedo llorar
amargamente en su regazo, sin filtros ni libretos. Con total transparencia, sin
temor al rechazo.
Me cubre con su
amor. Me abraza con su gracia.
Cubre mi
desnudez.
Cose mis heridas
con misericordia.
No invalida mis
sentimientos, haciéndome sentir que no debo sentir lo que siento. Me escucha
pacientemente y tratas mis heridas con amor, gracia y respeto.
Soy escuchada,
entendida y amada.
“«¡Ay, si tú me
bendijeras y extendieras mi territorio! ¡Te ruego que estés conmigo en todo lo
que haga, y líbrame de toda dificultad que me cause dolor!»; y Dios le concedió
lo que pidió” – 1 Crónicas 4: 10 (NTV)
Amor y gracia,
Sandy