“A veces la fe
parece una negación de la realidad, pero eso es porque nos aferramos a una
realidad más real que la que podemos percibir con nuestros cinco sentidos”.
– Mark Batterson
¡Me atreví a creerle!
No sé como explicarlo,
ya que me encontraba al final de un callejón sin salida —al borde de enganchar
la toalla, ahogada en mi miseria, sumergida en mi desesperación.
Por más de una
década llevé la carga de mi vergonzosa enfermedad, gasté todo lo que tenía
tratando de buscar sanidad, pero todo fue inútil. Socialmente, impura;
físicamente, débil, y emocionalmente, aburrida, desgastada y frustrada.
¡Pero, me atreví
a creerle!
Había escuchado
hablar de él, que solo con su presencia, su toque o la autoridad en sus
palabras, libertaba al oprimido, sanaba al enfermo e infundía sentido y
plenitud.
Se llama Jesús y dice ser el Hijo de Dios.
Se llama Jesús y dice ser el Hijo de Dios.
Mi espíritu
sintió un frescor, un rayito de esperanza que elocuentemente me animaba a nadar
en vía contraria a mis razonamientos. Me invitaba a participar de algo más allá del protocolo social y de mis
convicciones.
Abracé la
posibilidad de un nuevo comienzo libre de dolor, vergüenza y aislamiento.
Confieso que no me fue tan fácil. En el momento no lo entendía, pero luego supe
que en su soberanía e infinito amor mi sanidad estaba premeditada en su agenda.
¡Claro que me
atreví a creerle!
Me dije a mi
misma una y otra vez: "Si logro siquiera tocar el borde de su manto, quedaré
sana".
Renové mi mente en la dirección de esta gran verdad y me negué a ser una espectadora más. Me propuse creerle a Jesús y ser protagonista de su toque milagroso.
Renové mi mente en la dirección de esta gran verdad y me negué a ser una espectadora más. Me propuse creerle a Jesús y ser protagonista de su toque milagroso.
Frágil, un poco
asustada, pero decidida a tomar posesión de aquello que era visible a mi
espíritu y nublado a mis ojos naturales, me escurrí entre la gran multitud que
lo apretujaba.
Con solo verlo de espalda mi corazón se llenó de esperanza. A medida que trataba de acercarme a él una fuerza mayor parecía abrirme paso entre la multitud…
sí, toqué su ropa ¡al instante quedé libre de mi aflicción!
Con solo verlo de espalda mi corazón se llenó de esperanza. A medida que trataba de acercarme a él una fuerza mayor parecía abrirme paso entre la multitud…
sí, toqué su ropa ¡al instante quedé libre de mi aflicción!
¡Valió la pena
creerle a Jesús!
Su tierna mirada
y sus palabras de aprobación alimentaron mi alma, le dieron sentido a mis pasos
y alegría a mi corazón: “Hija, tu fe te ha sanado. Ve en paz. Se acabó tu
sufrimiento”.
Amiga, la
historia de esta valiente mujer quien por doce años padeció de hemorragias, es
una invitación abierta para que tanto tú como yo seamos protagonistas de los
grandes milagros que Dios quiere hacer en nuestras vidas.
¡Eres receptora
de milagros!
“No tengas
miedo; cree nada más”. – Jesús - Marcos 5:36
Amor y gracia,
Sandy