Mis sentimientos
van y vienen, pero la opinión que Dios tiene de mí es inconmovible.
Francamente, no
es que dudemos del poder de Dios ni de la veracidad de sus promesas, sino que
muchas veces dudamos de la posibilidad de que se hagan realidad en nosotras.
Animamos a otros, tenemos fe para orar por los
demás, pero cuando se trata de nuestras necesidades, permitimos que nuestras
faltas y debilidades nos descalifiquen.
Ese sentimiento
se cuela sutilmente en nuestros pensamientos y con paciencia y perseverancia
hace hasta lo indecible por desviarnos de quien debe ser nuestro único y
verdadero punto de enfoque—Jesús—.
Como persona no
grata, se sienta en la sala de nuestros pensamientos con sus empalagosos
argumentos, tratando de contradecir la opinión que Dios tiene de nosotras y así
debilitar nuestra fe, robar nuestra paz y destruir nuestra identidad.
No todo lo que vuela sobre mi cabeza está obligado a aterrizar en ella; no todo lo que mi corazón siente debe dictar el rumbo de mis decisiones.
Nuestra falta de fe no anula la fidelidad de
Dios, ni la presencia de la duda es motivo para que nuestra fe se debilite.
Cuando ponemos nuestra mirada en Jesús y permitimos que su palabra sea el
compás de nuestros pasos, caminamos sobre las olas de la tempestad, salimos
ilesas del horno de fuego y con la frente en alto del foso de los leones.
Permíteme darte
una ilustración visual: Imagínate que te encuentras en un evento donde
coincides con una persona que no te cae muy bien y que no es santo de tu
devoción. La presencia de esa persona puede producir un sentimiento, pero de ti
depende darle luz verde o no.
¿Si me
entiendes?
De igual manera
la fe y la duda pueden cohabitar, pero nosotras tenemos la responsabilidad de
validar las promesas de Dios por encima de nuestro estado de ánimo y las
exigencias de nuestros sentimientos. Recordemos lo que se dijo a sí mismo el
salmista, probablemente en un momento de ansiedad y de emociones despeinadas:
Que todo lo que
soy alabe al Señor;
que nunca olvide
todas las cosas buenas que hace por mí.
Él perdona todos
mis pecados
y sana todas mis
enfermedades.
Me redime de la
muerte
y me corona de
amor y tiernas misericordias.
Colma mi vida de
cosas buenas;
¡mi juventud se
renueva como la del águila!
-Salmo 103:2-5
No es tener una
fe grandiosa, sino una fe sencilla en el Dios grandioso, y validar su palabra
por encima del yo-yo de nuestros pensamientos y emociones lo que nos permite
bailar al ritmo de sus promesas.
Amor y gracia,
Sandy